2.16.2016

ÚLTIMAS PALABRAS EN LA CAMPANA DE CRISTAL

La catarsis de Sylvia Plath



María Marín, una de las más jóvenes integrantes del grupo de Literatura de la Sierpe y el Laúd nos ofrece una sentida aproximación sobre el voluntario adiós a la vida de la poeta y novelista norteamericana Sylvia Plath. Artículo publicado en el semanario EL MIRADOR DE CIEZA el pasado mes de enero.


Seguramente, cuando Sylvia Plath (Boston 1932 – Londres 1963) se propuso ir a la cama la noche del 10 de febrero de 1963, ni ella misma pensaba que a la mañana siguiente, después de preparar cuidadosamente el desayuno a sus dos hijos y asegurarse de que nada les iba a pasar, levantaría una suerte de búnker en su cocina y abriría el gas que firmó su muerte aquel día. Qué pensó entonces sigue siendo un misterio.

Su entonces marido, el poeta Ted Hughes, escribiría al conocer la noticia: "Lo que pasó esa noche, en tus horas,/nadie lo sabe, como si nunca hubiera ocurrido./ La acumulación de toda tu vida,/como en un esfuerzo inconsciente, como en el nacimiento/que pasa lento, que atraviesa la membrana de un segundo/hasta el siguiente, ocurrió/sólo como si no pudiese ocurrir,/como si no estuviera ocurriendo”.

Llevaba toda la vida preparándose para esto. Había probado suerte con anterioridad pero sin éxito. Es probable que hasta entonces no lo hubiera intentado a conciencia, que solo se tratara de meras pruebas, de “borradores” de su propia obra; Sylvia ponía todo su esmero en la perfección, no dejaba nada al azar y fallar no entraba dentro de sus posibilidades.

Morir/ es un arte, como todo./ Yo lo hago excepcionalmente bien/ Tan bien, que parece un infierno./Tan bien, que parece de veras./Supongo que cabría hablar de vocación.

La escritora de La campana de cristal dejó patente en su única novela cómo se sintió a lo largo de toda su vida, “para la persona encerrada en la campana de cristal, vacía y detenida como un bebé muerto, el mundo mismo es la pesadilla”. Ella estaba dentro, y encontró la salida haciendo trizas el vidrio que la rodeaba -una clara declaración de intenciones-, lo destrozó de tal manera que ya no cabía la posibilidad de reconstruirlo.

En realidad, no solo en su novela, sino en toda su obra poética, Plath habló de su deseo de poner fin a todo. Prácticamente todos sus poemas póstumos giran en torno a este sentimiento. En Soy vertical  dice: “seré/ más útil cuando por fin me una con la tierra./ Árbol y flor me tocarán, veránme”; o en Últimas palabras, donde escribe: “Conoceréme a mí misma. Seré noche/ y el relucir de tantas cosas será más dulce que el rostro de/ Istar”. Estos y muchos otros poemas ya lo anunciaban: cuando Sylvia Plath decidiera irse, lo haría sin preguntar.

Con solo treinta años puso punto y final a su obra, dinamitó la campana que la encerraba para ser desde entonces y para siempre un mito. Allá donde esté ahora, debe sentirse orgullosa: la campana está rota, por fin es horizontal y, para los que conocemos su obra, brilla tanto como el rostro de la diosa babilónica.

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