La catarsis de Sylvia Plath
María Marín, una
de las más jóvenes integrantes del grupo de Literatura de la Sierpe y el Laúd
nos ofrece una sentida aproximación sobre el voluntario adiós a la vida de la
poeta y novelista norteamericana Sylvia Plath. Artículo publicado en el semanario EL MIRADOR DE CIEZA el pasado mes de enero.
Seguramente, cuando
Sylvia Plath (Boston 1932 – Londres 1963) se propuso ir a la cama la noche del
10 de febrero de 1963, ni ella misma pensaba que a la mañana siguiente, después
de preparar cuidadosamente el desayuno a sus dos hijos y asegurarse de que nada
les iba a pasar, levantaría una suerte de búnker en su cocina y abriría el gas
que firmó su muerte aquel día. Qué pensó entonces sigue siendo un misterio.
Su entonces marido, el
poeta Ted Hughes, escribiría al conocer la noticia: "Lo que pasó esa
noche, en tus horas,/nadie lo sabe, como si nunca hubiera ocurrido./ La
acumulación de toda tu vida,/como en un esfuerzo inconsciente, como en el
nacimiento/que pasa lento, que atraviesa la membrana de un segundo/hasta el
siguiente, ocurrió/sólo como si no pudiese ocurrir,/como si no estuviera
ocurriendo”.
Llevaba toda la vida
preparándose para esto. Había probado suerte con anterioridad pero sin éxito.
Es probable que hasta entonces no lo hubiera intentado a conciencia, que solo
se tratara de meras pruebas, de “borradores” de su propia obra; Sylvia ponía
todo su esmero en la perfección, no dejaba nada al azar y fallar no entraba
dentro de sus posibilidades.
Morir/ es un arte, como
todo./ Yo lo hago excepcionalmente bien/ Tan bien, que parece un infierno./Tan
bien, que parece de veras./Supongo que cabría hablar de vocación.
La escritora de La campana de cristal dejó patente en su
única novela cómo se sintió a lo largo de toda su vida, “para la persona encerrada en la campana de cristal, vacía y detenida
como un bebé muerto, el mundo mismo es la pesadilla”. Ella estaba dentro, y encontró la salida haciendo trizas el vidrio
que la rodeaba -una clara declaración de intenciones-, lo destrozó de tal
manera que ya no cabía la posibilidad de reconstruirlo.
En realidad, no solo en
su novela, sino en toda su obra poética, Plath habló de su deseo de poner fin a
todo. Prácticamente todos sus poemas póstumos giran en torno a este
sentimiento. En Soy vertical dice: “seré/ más útil cuando por fin me una
con la tierra./ Árbol y flor me tocarán, veránme”; o en Últimas palabras, donde escribe: “Conoceréme a mí misma. Seré
noche/ y el relucir de tantas cosas será más dulce que el rostro de/ Istar”.
Estos y muchos otros poemas ya lo anunciaban: cuando Sylvia Plath decidiera irse,
lo haría sin preguntar.
Con solo treinta años
puso punto y final a su obra, dinamitó la campana que la encerraba para ser
desde entonces y para siempre un mito. Allá donde esté ahora, debe sentirse
orgullosa: la campana está rota, por fin es horizontal y, para los que
conocemos su obra, brilla tanto como el rostro de la diosa babilónica.
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