3.05.2014

CENTENARIO DE PLATERO Y YO



(Por Francisco de Asís González Ortega, Profesor de Lengua y Literatura)
 El Grupo de Literatura La Sierpe y el Laúd, se suma a un centenario poco conocido pero de gran trascendencia para la literatura española como es el de la publicación del primer Platero, del gran poeta Juan Ramón Jiménez, con este artículo.

Este 2014 será sin duda, en el ámbito literario, el año de Platero y yo, de Juan Ramón Jiménez, porque se conmemora el primer centenario de su publicación. Y en pocas ocasiones una efeméride de este tipo concita tanta unanimidad a la hora de valorar su  trascendencia. Es una obra llena de bellezas y profundidades, escrita en un arrebatado tono poético, con la que hemos aprendido a amar la literatura muchas generaciones. Pero es  a la vez una obra que no intenta ocultar realidades insondables vinculadas a la propia vida, como son las del sufrimiento y la muerte. Puede decirse entonces que, con este libro, también aprendemos a ser hombres.
Llama la atención que Francisco Giner de los Ríos, el alma de la Institución Libre de Enseñanza, se erigiera -nada más editarse- en uno de los principales valedores de este primer Platero, que vio la luz en la Navidad de 1914 con el significativo título de “La Elegía”.  Era en realidad una selección, destinada a los niños, que ni siquiera llevó a cabo el poeta moguereño, siempre tan al cuidado de sus escritos. De la versión definitiva, con 138 capítulos, que aparecerá en 1917, solo se incluían 64.  A juicio de quienes los agavillaron en el madrileño sello “La Lectura”, vinculado desde su fundación a la ILE, estos resultaban los más idóneos -por sus valores estéticos y espirituales- para que figuraran en la colección “Biblioteca Juventud”.  Durante el siglo transcurrido,  una gran mayoría de las innúmeras reediciones enfocadas a este tipo de público la han tomado como modelo en todo el mundo.
Es comprensible que Giner y sus colaboradores vieran en el libro la perfecta plasmación de algunos ideales pedagógicos institucionistas: el amor al paisaje y a los animales, el desarrollo de la sensibilidad, la observación detallada como forma de alcanzar el conocimiento…  Parte inseparable de este carácter formativo serían los varios capítulos que enfrentaban a los lectores jóvenes con la experiencia del dolor, con la conciencia de lo transitorio y de lo eterno. Un paso necesario, aunque terrible, que debe darse en cualquier proceso educacional. Muy oportunamente, algunas de las mejores páginas de esa “edición menor para muchachos” -como la calificara su autor- se encargan de recordárnoslo. 
Encontramos así cuatro emotivos poemas en prosa donde los niños son víctimas de la enfermedad o de la muerte: “Darbón”, “La tísica”, “El niño tonto” y “La niña chica”. Estos desoladores retratos parecen contradecir la imagen que de la infancia tiene Juan Ramón (“¡Isla de gracia, de frescura y de dicha, edad de oro de los niños!”, escribe en la “Advertencia a los hombres que lean este libro para niños” con la que se encabezaba esa primera versión). En capítulos diferentes se muestran otras pérdidas, no menos dolorosas: las de los animales, seres inocentes y desvalidos, siempre tan cercanos a la sensibilidad infantil. Son, en concreto, “El perro sarnoso” y “El canario se muere”, que preceden a los dedicados a la evocación elegíaca del propio burrito: “La muerte”, “Nostalgia”, “El borriquete” y “Melancolía”. A ellos se añade el conmovedor epílogo “A Platero en el cielo de Moguer”, con que se cierra el libro:

Dulce Platero trotón, burrillo mío, que llevaste mi alma tantas veces -¡sólo mi alma!- por aquellos hondos caminos de nopales, de malvas y de madreselvas; a ti este libro que habla de ti, ahora que puedes entenderlo. 

            Sí, “ahora que puedes entenderlo”. Porque, en su visión panteísta de la Naturaleza, Juan Ramón Jiménez nos enseña que nada acaba definitivamente. Los que desaparecen y se ausentan siguen a nuestro lado, aunque vayan a gozar, “en un prado del cielo”, de otra realidad mejor. Nos dejan, además, su recuerdo indeleble, su ternura, su alegría… Tras ellos llegará una rosa, o una mariposa blanca, regalándonos el consuelo de la continuidad. Es verdad que capítulos como los citados hace que nos asomemos a los abismos de la existencia, en la plenitud de su esperanza y de su hermosura. Y, lejos de aportar una visión melancólica o dolorida a causa de los límites de la condición humana, sitúan la lección moral de este Platero del lado de las cosas que parecen eternas.

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