(Por Rosa Campos,
Miembro del Grupo de Literatura La Sierpe y el Laúd)
Era
una palabra que nunca la había aplicado
a la literatura hasta que la escuché la noche en que celebramos los
treinta años de vida de La Sierpe y el Laúd: mordiente. La pronunció Bartolomé Marcos -Catedrático de Lengua y
Literatura, profesor de Comunicación Audiovisual y articulista, además de uno
de los fundadores en activo del grupo literario- la dijo mientras conversábamos en el ágape que tomamos en el
salón camaleónico y educativo del Aula Cultural de Cajamurcia. “La literatura tiene que tener
mordiente”, fue literalmente una de
sus frases y yo -con toda la atención desplegada, como la aprendiz constante que creo y quiero ser- la
guardé con regocijo, como se guarda una perla que se ha encontrado en una concha que la suerte te ha mostrado.
Hasta
esa noche, lo más normal es que relacionara directamente mordiente con grabado.
Este líquido cáustico que se utiliza para
erosionar la línea dibujada abriendo una brecha que la hará indeleble, fijando
la expresión plástica que se quiere comunicar, es un corrosivo potente que
muerde el cuerpo sobre el que se vierte. La noche en que la escuché venía
referida a ese toque irónico, mordaz, que debe estar presente en la literatura,
aunque tanto el emisor como la receptora sabíamos que la metáfora podía ser
bastante más extensiva.
La literatura es ese arte de la palabra que se manifiesta a partir de sus tres
dimensiones indispensables -quien escribe, lo escrito y quien lo lee- válidas
para todos sus géneros, ofreciendo una unidad indisoluble, y que al llegar al
último componente -el lector- representa una auténtica fuente de riqueza con
bastantes veneros, desde los que puede aplicar esa “sustancia mordiente”.
Múltiples son las aportaciones que nos
brinda en nuestro vivir aquí y ahora, con todo lo que eso significa; la aportación de ironía y sátira nos enseña a ver con una veta
humorística, tan necesaria para que no
nos ahoguemos en las penas de las tragedias ordinarias, y no digamos de las
extraordinarias; la aportación de valores humanos nos estira por dentro, siendo este el único crecimiento que no
mengua con el tiempo; la contextualización del entorno donde se ubica la
historia, con su geografía y su pasado correspondiente, la creación de un
futuro en el que visualizamos un porvenir donde quepamos todos, con los
derechos y las obligaciones acertadamente repartidas. Paisajes futuristas bien
enmarcados por la tragedia de la devastación que conlleva el regirse por la
estupidez y la negligencia. La literatura ejerce toda esa labor sigilosa desde
la que nos invita a soñar; a ser parte
de otros; a conocer los sentires –de todo tipo- que laten en los cuerpos
humanos; a desdeñar lo que destruye
invitándonos a arrojarlo sin
contemplaciones de nuestra vida; a
divertirnos desde el humor y la gracia; a viajar a dónde y cuándo el dinero no nos puede
acercar.
Y porque es muy difícil disociar cualquier tema, al que se le dedique un poco de tiempo,
de las desgracias económicas que nos llueven a cántaros en estos tiempos
–incluyendo los países devastados por la hambruna-, creo que puede ser entendible
el nexo que a continuación procuro establecer entre literatura y algunos
gestores de lo económico-social, y desde
ahí me temo que acaso se haya leído muy poco, o se haya hecho de puntillas, con
los ojos de la emoción y del entendimiento entornados, o que se eludieran muchos de los
mensajes vitales, o que para servirse de
ellos solo se anduviera preparado de fachada pero no de puertas adentro.
Si leemos con consciencia no cabe duda
de que seremos “mordidos” por la
literatura, y eso hoy , como siempre, es necesario, porque en ella se halla lo que
sabemos, o quizá intuimos, pero no atinamos a ponerle nombre; lo que
ignoramos pero que está esperando encontrarnos; lo que de verdad nos conduce a
nosotros y acto seguido a los demás y acto seguido a la naturaleza entera; lo
que puede ayudarnos a comprender y a comprendernos -como mejor forma de administrar el perdón-. Puede, incluso, motivar a romper las
jerarquías del poder monetario -en cualquiera de sus mascaradas- a través de
sus historias, frases, versos, para que nadie diga que no se le avisó con
tiempo. Entre sus páginas, entre su transmisión oral, entre su edición hablada,
están todos los personajes con todas las fortalezas y las debilidades, con los
posibles roles que se puedan ejercer y
que puedan caber en el entendimiento humano.
Leer o releer de nuevo,
recordar frases que se multiplicaron al sembrarse como las dichas por Cervantes (1547-1616) “Cada cual Sancho, es hijo de sus obras”; Virginia Woolf (1882-1941) “Uno
no puede pensar bien, amar bien, dormir bien, si no se ha comido bien”; Hermann Hesse (1877-1962) “El que
persigue ese yo auténtico persigue al mismo tiempo la norma de toda vida, pues
el yo más intimo es igual en todos los hombres”; Albert
Camus (1913-1960) “La libertad no
es más que la oportunidad de ser mejor” ; Doris Lessing ( 1919)“La biblioteca es la más democrática de las
instituciones, porque nadie en absoluto puede decirnos qué leer, cuándo y cómo” o
Mª Pilar López (1919) “Y
si yo hubiera sido /suficientemente
tacaña, / os hubiera legado /algo más que palabras”
Los lectores
tenemos suerte de que los hombres y
mujeres que nos dejan su legado literario, no convivan con la tacañería -como
dice nuestra poeta-, que hayan sabido ser generosos dándose en cada uno de sus
textos, como si fuera su única fuente de riqueza; como árboles fecundos, cuya
cosecha –al igual que su leña- no es justo desperdiciar. Y es que la
literatura, con su “mordiente”, es una
auténtica provocación que puede ayudarnos a encender mejor la vida
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