7.18.2012

SIEMPRE QUEDAN CAMINOS

(Artículo aparecido en El Mirador el 14/07/2012, por Juan Antonio Piñera, miembro del Grupo de Literatura La Sierpe y el Laúd)

Probablemente lo único positivo atribuible al andar del reloj corresponde, no siempre en este orden, a la acumulación de experiencias, al olvido voluntario o no de algunas de ellas y al cambio de la perspectiva ante el mundo y sus cosas. El carro cargado que pasa por el camino levantando polvo y estruendo al final desaparece en el horizonte, con su traqueteo, dejando a su paso serpientes y otros bichos aplastados sumados a una nube de polvo difícil de respirar. A veces, como el carro es de madera, una rueda se rompe y hay que parar para arreglarla. También puede ocurrir que un caballo caiga enfermo y haya que pegarle un tiro para evitarle la agonía. Pero al final, casi siempre, el carro sigue su camino porque va cargado de oro o porcelana, mercancías que van a su destino. Si nadie hubiera estado en el camino, nadie podría haber afirmado que por ahí pasó un carro tirado por caballos. Si el carro no hubiera pasado, quien hubo en el camino no habría saludado a aquel que gobernaba los caballos. Como el viaje suele ser largo, normalmente una vida, el cochero ha de parar en las posadas para alimentarse y descansar. El cochero, en las posadas, suele poner los codos sobre la mesa de madera para proclamar ante quien le escucha, y ante quien no, que es gobernante de caballos, que su profesión es la de auriga si no más. Como está en la posada se siente más o menos contento, satisfecho por hoy, pues sabe que después de cenar se irá a la cama y mañana será otro día. El problema viene cuando en el trayecto no encuentra ninguna posada. Puede darse que haya que dormir al raso dos o tres noches seguidas, en cuyo caso al auriga empieza a ponérsele el mal humor, le viene la incertidumbre, baja la guardia por aquello del bajo nivel de azúcar y hasta empieza a preocuparse por sí mismo, a convertirse en personaje de su propia vida, a escudriñar el laberinto de su propia identidad, manifestación sublime que antes no le ocurría, pues solía girar el cuello para escupir a los bichos que a su paso dejaba partidos por la mitad. Como lleva dos o tres días sin comer la jornada se le hace cada vez más lenta, todo transcurre más despacio, más borroso. Incluso suele fijarse en los pájaros y en las mariposas. En las serpientes y lagartos aplastados todavía no. Pues en esas nos encontramos, parece ser. En el brete de decidir si seguir por el camino de polvo o dar marcha atrás para desandar lo andado y salir al encuentro de aquello que, no hace mucho, aplastamos con las ruedas de nuestros carros. Si tiramos para atrás corremos el riesgo de no encontrar a las serpientes. A lo mejor se las han llevado los halcones. Si seguimos hacia delante con el hambre de dos o tres días, es posible que el caballo enferme o desfallezca y tengamos que matarlo. También cabe sacrificar al caballo ahora mismo y así poder comer un par de días, en cuyo caso, al desconocer la distancia que nos queda hasta la siguiente posada, ignoramos nuestro destino, solos en el camino, sin caballo y con un carro cargado de mercancía que, por su gran peso, seguro tendremos que abandonar.

            El padre de mi madre solía contar que en la guerra tuvo que comer de un burro varios días muerto para poder sobrevivir. Años después daba de comer a sus hijos vendiendo carne viva de cordero. Probablemente había olvidado o no muchos malos momentos de la guerra, piojos y demás, sangre y otros desastres y colores, porque no los solía contar y ni tan siquiera mencionar ligeramente, pero ese no. Creo que la causa de que aquello se le quedara tan fuertemente instalado en la memoria fue debido al  hedor que le entró por la nariz, no por otra cosa; la manera de esculpir que tiene la muerte, la advertencia de un cercano final, la huella que exceder los límites suele dejar.

Aún no se huele a burro muerto. Demos gracias. Lo que pasa que los burros ya no van por los caminos. Por ahí nos escapamos. El carro cargado de oro levanta polvo destino del emperador empujado por esclavos hambrientos. Los caballos yacen esparcidos por las cunetas. Hace tanto tiempo que murieron –cinco años exactamente- que poco se puede sacar de lo que queda. Y serpientes... alguna se puede ver por la sierra sin ir más lejos. La cogemos para comer y así podemos empujar el carro otro poquito más. A mí me gustan las serpientes aunque nunca haya comido una. Creo que así me lo parece. Ellas y los bichos nocturnos sobreviven millones de años porque se ocultan bien y no suelen pasar la vida empujando carros. A lo mejor tampoco conocen las estrellas. Siempre ha sido así. De algún modo la literatura es vehículo para fijarse en las estrellas sin separarse un palmo del suelo, de humanizar (todavía más) el paso del hombre por este mundo, de despojarse (aunque sea con la imaginación) de los grilletes del día a día. La literatura ha sido expresión en todo su concepto, pasión, sueño y evasión. Es ciencia exacta y a la vez difusa. Es comercio. Motivo también. Razón de simpatías, desencuentros y contiendas de Quevedo y Góngora. Disputas universales, nacionales y locales. Vector de naufragios personales. Pese a las circunstancias actuales quedan muchos caminos por recorrer, muchas páginas por escribir y por leer.

Siempre ha sido así. La Sierpe y el Laúd, en su higiénico entusiasmo, insiste en que los caminos hacen la historia, y la historia se queda en el papel. Es ahora más difícil que hace años empujar un gran carro cargado de libros, porque el carro cargado de oro tiene prioridad ante el emperador. Lo que sí es seguro es que este carro de los libros, antes o después, llegará, con todos sus libros, a ningún destino y a todos a la vez

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