7.09.2013

ADIÓS CORDERA

(Artículo aparecido en El Mirador el 7 de Julio y redactado por Juan José Avellán, Técnico publicitario, Directivo de la ONCE y amigo del Grupo de Literatura La Sierpe y el Laúd desde muchos años)

El día 1 del mes de Junio tuvo lugar la celebración del Día de las Fuerzas Armadas y poco después, se dio esa coincidencia, releí por segunda o tercera vez "Adiós, Cordera", de Leopoldo Alas "Clarín", uno de los mejores cuentos de la Literatura Española según muchos. El trío protagonista, -Rosa, Pinín y la Cordera- es tan entrañable que atrapa la atención desde el principio hasta el final.
   Sin descalificar a las Fuerzas Armadas, aunque a veces lleven a cabo actuaciones injustas, el releído cuento me hace inevitable la siguiente pregunta: ¿Son moralmente lícitas las guerras? Veamos, por ejemplo, las carlistas, de una de las cuales no volvió Pinín.
   En 1713 aprobaron la Ley Sálica, que impedía reinar a las mujeres. En 1789 fue anulada por las Cortes, pero continuó vigente porque no publicaron el correspondiente documento. En 1830, embarazada ya la Reina María Cristina, Fernando VII lo publicó eliminando así tal ley, no con el justo propósito de rechazar discriminaciones por razón de sexo, sino para evitar que ocupara el trono su hermano el Infante Carlos María Isidro en el caso de que llegara una hembra, lo cual sucedió con el nacimiento de la que después sería Isabel II. En 1832, aprovechando una enfermedad del Rey, el ministro Calomarde la puso de nuevo en vigor, suprimiéndola posteriormente de manera definitiva el también ministro Cea Bermúdez.
   Al morir en 1833 Fernando VII, le sucedió su hija Isabel II, con apenas tres años de edad, bajo la regencia de su madre, la reina María Cristina. El Infante Carlos María no lo aceptó y empezaron las guerras carlistas, que durante catorce años, entre 1833 y 1876, ensangrentaron  España. ¿Qué pintaba en esas guerras el Pinín del cuento?
   Ni la Reina Isabel II ni el Infante Don Carlos dispararon tiros en las trincheras. Pero miles y miles de jóvenes españoles murieron por culpa de la sobrina y el tío y de sus descendientes, y de los poderosos grupos que por intereses políticos y económicos respaldaron aquellas luchas fratricidas. Sin olvidar a la indefensa población civil víctima de las atrocidades de los dos bandos.
   Hasta profanaron el nombre de Dios ("Por Dios, por la Patria y El Rey"), como lo harían después ("Por Dios y por España"), como aún siguen haciendo (dijo Bush que "Dios no es neutral"), invocándolo para justificar guerras criminales en las que nada pintan los Pinines de los cuentos.
   No sólo procedían nuestros males del interior del país, sino también del exterior, como ahora, ya que la Historia por desgracia siempre se repite. Joan Garcés lo refleja claramente en un párrafo de su libro "Soberanos e intervenidos": "...la pugna entre las potencias de Occidente (Francia e Inglaterra) y Oriente (germanos y rusos) en los años 30 del siglo XIX, sobre las personas a poner al frente de España, de su política interna y comercial, se continuaba dilucidando teniendo enzarzados a los españoles en guerras civiles. Los occidentales promocionaban a los isabelinos, los orientales a los carlistas". Y en todo eso, ¿qué pintaba el Pinín del cuento?
   Aun admitiendo que algunas guerras pudieran ser justas, ¿nos deben llevar obligados a las que no lo sean? ¿Ustedes qué opinan?
   Hay, entre otros, tres libros fundamentales que debiéramos leer todos los que odiamos las guerras: "Risa roja" de Leonidas Andreiev (1904), "Imán" de Ramón J. Sender (1930), y "Sin novedad en el frente" de Erich María Remarque (1929).
   Termino con lo que dice Pablo Baeumer, protagonista del último de los citados libros, en el capítulo 10:
"Soy joven; tengo 20 años, pero sólo conozco de la vida la desesperación, la muerte, el miedo, un enlace de la más estúpida superficialidad con un abismo de dolores. Veo que azuzan pueblos contra pueblos, que éstos se matan en silencio, ignorantes, neciamente, sumisos, inocentes... Veo que las mentes más ilustres del orbe inventan armas y frases, para que todo esto se refine y dure más. Y conmigo ven esto todos los hombres de mi edad, aquí y allá, en todo el mundo; conmigo vive esto mismo toda mi generación.
¿Qué harán nuestros padres cuando algún día nos alcemos, nos irgamos ante ellos y les pidamos cuentas? ¿Qué esperarán de nosotros cuando vengan los tiempos en que haya terminado la guerra?
Durante años enteros era nuestro oficio matar; era nuestra primera misión en la vida. Nuestro saber acerca de la vida se reducía a esto: la muerte. ¿Qué puede hacerse después? ¿Qué puede hacerse ya con nosotros?"
   Y que no nos vengan con la monserga de Vegecio: “Igitur qui desiderat pacem, praeparet bellum”. Claro que deseamos la paz, pero sin guerras preventivas a lo Bush.   

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